Todas las culturas humanas sienten con la música. Los científicos creen que la música ha estado implicada en la evolución de las relaciones afectivas y que lo que nos gusta de las melodías tristes es que, en realidad, nos hacen sentir bien.
Si en vez de Julia Roberts hubiera sido la señora L. quien acompañara a Richard Gere a ver La Traviata en Pretty Woman, seguramente se habría enamorado igual del galán, pero no habría llorado de emoción cuando Violetta, la cortesana parisina, canta la última aria y muere. Vivian, el personaje que interpreta Roberts, tiene una vida complicada; la señora L. sufre de amusia. Nadie es perfecto.
Como mucho, la señora L. habría llorado de desagrado, pues para ella la música es “como si estuviera en la cocina y tirara todas las ollas y sartenes al suelo”, y la ópera en concreto le suena como “chillidos”. Tiene amusia tonal congénita, que le impide percibir la música como tal: no reconoce los tonos, aunque sí el ritmo.
Aunque Vivian no sea una experta en ópera, su cabeza lleva de serie todos los componentes necesarios para procesarla. Mientras escucha música, el cerebro de Vivian hace predicciones constantes sobre cuál es la siguiente nota. Su núcleo caudado conecta con el córtex frontal, libera dopamina y activa todo el circuito neuronal de predicción del futuro. Un pequeño placer llega cada vez que la nota esperada se corresponde con la que suena.
Al final del aria, a punto de morir en brazos de su amado, Violetta canta un acorde que sostiene en el tiempo, la tensión es máxima, el núcleo caudado de Vivian lleva un buen rato liberando dopamina, de repente el drama culmina con un re menor final y se desata el placer neurológico: el disparo de dopamina, esta vez en el núcleo accumbens, activa el sistema límbico, las emociones la desbordan, el corazón se le acelera, Vivian llora y Richard Gere se enamora.
La amusia es un defecto neurológico que afecta al 5% de la población. En el resto de las personas, ambos hemisferios cerebrales tienen zonas asociadas a la experiencia musical: el derecho está más relacionado con el reconocimiento de la melodía y la métrica; el izquierdo con el tono y el ritmo. El ser humano y la música son casi inseparables. Incluso las personas con sordera profunda podrían tener una musicalidad innata. Los sordos son capaces de amar la música y percibir el ritmo en forma de vibraciones, no de sonido.
El placer físico de la música
A la vez que el cerebro percibe una melodía, el mismo sistema neuronal conecta con los núcleos de la emoción y permite a quien escucha reconocer una obra, rescatar antiguos recuerdos y sentir. ”La música es capaz de evocar emociones de forma muy poderosa”, afirma la neurocientífica Mara Dierssen.
El placer que proporciona es ‘físico’, está mediado por la dopamina, la hormona del placer, y ha sido estudiado por el neurocientífico de la Universidad McGill de Canadá, Robert Zatorre. “Gracias a la técnicas de neuroimagen hemos podido localizar las zonas concretas del cerebro donde sucede la liberación de este neurotransmisor, las zonas donde nace el placer”, explica a SINC el experto.
Paradójicamente, muchas de las personas con amusia tonal debida a una lesión cerebral pueden seguir disfrutando de la música y hasta hacer juicios emocionales sobre ella. Esto llevó a Isabelle Peretz, directora del Instituto Brams de la Universidad de Montreal (Canadá), a pensar que debía existir una arquitectura funcional relacionada con la emoción que era tan robusta que incluso se mantenía en este trastorno.
“Gracias al estudio de pacientes que han perdido sus emociones musicales a raíz de un accidente, cada vez tenemos más evidencias de que hay redes neuronales específicamente dedicadas al procesamiento de la música y sus emociones –afirma la experta–. Pero todavía no las conocemos del todo, ya que son enormemente complejas. Lo que sí sabemos es que las áreas corticales y subcorticales del cerebro están implicadas en la respuesta emocional a la música”.
Cerebros incapaces de conmoverse con Bach
“El corazón de las emociones está en el sistema límbico y paralímbico y la música es capaz de modularlos directamente”, afirma Stephan Koelsch, profesor de psicología de la música de la Universidad de Frëie (Alemania). “La amígdala es la estructura central que gestiona todas las emociones importantes para la supervivencia del individuo, por lo que seguramente la música tiene algún papel evolutivo en los mecanismos afectivos”.
El estudio de individuos con lesiones concretas en la amígdala ha demostrado que esta zona es clave en la generación de emociones musicales. Por ejemplo, pacientes con epilepsia, que han sido operados y tienen dañada esta región del cerebro, no reconocen la música triste ni la que da miedo, solo la alegre.
La indiferencia al poder emocional de la música también se podría dar en gente que padece el síndrome de Asperger, un trastorno autístico en el que la amígdala podría estar poco desarrollada. Un ejemplo es Temple Gradin, paciente del reconocido neurólogo inglés Oliver Sacks, a quien la música de Bach le parece “ingeniosa”, pero no la “conmueve”. Ella es profesora de la Universidad Estatal de Colorado, experta mundial en comportamiento animal, y sufre este síndrome.
Para rastrear el origen de las emociones musicales los científicos han utilizado técnicas de neuroimagen y han analizado el cerebro de personas sanas y pacientes mientras su cuerpo reaccionaba ante la música. “En el momento en el que hay una reacción física, como un escalofrío, es cuando vemos que se activan las zonas implicadas con las emociones”, cuenta a Zatorre.
¿Por qué lloramos con música triste?
“La música no deja de ser un arte, así que la subjetividad juega un papel primordial”, señala a SINC María Roca, violinista profesional. “Como intérprete has de entender las emociones que hay detrás de la partitura y transmitirlas a la audiencia”. Además, la música triste tiene unas características constantes: “está compuesta en tono menor, tiene un tempo lento, melodías ascendentes, y una articulación legato”, explica Roca.
“La música triste imita la prosodia de una voz triste y sus características son bastante universales”, afirma a SINC Petri Laukka, investigador de la Universidad de Estocolmo y especialista en psicología musical. Uno de los debates históricos es si estas emociones que genera la música dependen o no de la cultura del oyente. “Observamos que un camerunés que nunca había escuchado música occidental, al oírla era capaz de decir si sonaba alegre, triste o aterradora”, explica Koelsch. Sobre esto los científicos no se ponen de acuerdo, pero parece ser que la tristeza sí es universal, además de la alegría y el miedo.
“Casi siempre nos ponemos tristes porque la melodía rescata algún recuerdo pasado, pero también podemos sentirnos así por un simple contagio emocional”, señala Laukka. Lo curioso y lo que intriga a los científicos es que normalmente “la gente intenta evitar la tristeza de todas maneras, pero en cambio disfruta escuchando música triste”, se asombra el experto.
El investigador David Huron, de la Universidad de Ohio (EEUU), tiene una teoría para este ‘extraño’ fenómeno y es que la música activa mecanismos corporales que contrarrestan el dolor, por ejemplo, la secreción de la hormona prolactina. “La tristeza que sentimos con la música no es un dolor real causado por una pérdida importante y en realidad lo que hace es potenciar los sentimientos positivos” afirma Laukka.
Este fenómeno hormonal es que lleva a los científicos a afirmar que, normalmente “la gente no se pone triste por la música que escucha, sino que en realidad, lo que sucede es que cuando estás triste escuchas música triste para sentirte mejor”.
Si es una tarde de domingo lluviosa y usted se encuentra en el sofá, comiendo helado de chocolate y viendo cómo acaba la película Pretty Woman, es normal que acabe llorando. Piense que en menos de seis minutos su cerebro se expone a It must have been love, de Roxette, y al aria final de La Traviata. No es que sea usted masoquista, es que su cerebro necesita algo más que chocolate, le pide a gritos disfrutar de una buena dosis de dopamina.